Por Vito Cáceres, psicoterapeuta
Hay un dicho que dice: “entre broma y broma, la verdad se asoma”. Y si hablamos de sexualidad, parece que eso aplica más que nunca.
Durante mucho tiempo, el sexo fue un tema prohibido. Algo de lo que no se hablaba, que se vivía con culpa, vergüenza o miedo.
Y claro… como todo lo prohibido, se volvió tentador.
Tanto así, que alguien alguna vez dijo irónicamente que el gran mérito de la Iglesia Católica –si es que tiene alguno– fue hacer que el sexo se volviera deseable simplemente por prohibirlo.
Hoy, en cambio, el sexo parece estar en todos lados: redes, canciones, publicidad, conversaciones. El famoso “perreo hasta abajo” ya no escandaliza a nadie. Pero ¿eso significa que lo vivimos mejor?
No necesariamente.
Según el libro “La mente contra la naturaleza. Terapia breve estratégica para los problemas sexuales” de Giorgio Nardone y Mauro Rampin, la sexualidad humana se mueve en un equilibrio frágil: entre el impulso más instintivo y biológico (nuestra parte animal), y la capacidad de regular, controlar y dar sentido a ese impulso (nuestra parte humana, reflexiva).
Y aquí viene lo interesante: cuando algo tan espontáneo como el deseo se convierte en una “obligación” o una “exigencia”, muchas veces deja de fluir.
Lo dice el libro con una frase brillante:
“Ordenar a alguien un acto espontáneo ya significa impedirle que lo lleve a cabo; mientras que, muy a menudo, prohibirlo significa provocarlo.”
Traducido: cuando el sexo era pecado, se volvía atractivo.
Hoy, cuando parece casi obligatorio estar bien sexualmente todo el tiempo, muchas personas viven su sexualidad con ansiedad, presión o frustración.
Y es que la libertad sexual no se trata de hacer de todo sin límites. Tampoco se trata de reprimir todo.
Se trata de encontrar un equilibrio: escuchar el cuerpo, entender la mente y cuidar el vínculo.
Ni el silencio culposo del pasado, ni el grito vacío del presente.
Solo deseo real, compartido, libre y humano.
De eso se trata.
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