En psicoterapia, siempre hay poder. No importa cuánto intentemos negarlo o suavizarlo: está ahí, desde el primer momento. La persona que consulta llega a un espacio donde el terapeuta ya tiene el marco armado —define la duración, el método, el precio, las reglas— y además posee un saber especializado que el consultante no tiene.
A eso se suma algo más sutil: el terapeuta escucha, observa, interpreta… y guarda mucha más información sobre el paciente que el paciente sobre él. Puede formular preguntas que incomoden, abrir recuerdos que estaban cerrados, proponer caminos que el otro no había imaginado. Todo eso es influencia. Y en un contexto de vulnerabilidad, esa influencia pesa.
El problema no es que exista poder —no se puede eliminar—, sino cómo lo usamos. Puede abrir posibilidades o cerrarlas. Puede empoderar o manipular. Puede dar autonomía o generar dependencia. Un límite bien puesto puede proteger; uno mal puesto puede avergonzar. Una interpretación bien hecha puede liberar; una mal hecha puede atrapar a la persona en una narrativa que no es suya.
Redistribuir el poder no significa renunciar al rol profesional, sino compartirlo. Significa que las decisiones sobre los objetivos, el ritmo y el sentido de la terapia se conversen. Significa explicar por qué hacemos lo que hacemos y no dar por sentado que el otro “debería” entenderlo. Significa recordar que la terapia no es para que el paciente piense como nosotros, sino para que piense más por sí mismo.
La autoconciencia ética es la brújula. Supervisar nuestro trabajo, reconocer nuestros sesgos y revisar nuestras motivaciones —incluidas las narcisistas— no es un lujo, es una necesidad. Porque en psicoterapia el poder no desaparece: se ejerce. Y en ese ejercicio, lo mínimo es hacerlo con responsabilidad, para que siempre esté al servicio de quien vino a buscar ayuda… y no de quien ya la tiene.
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