Cuando una mujer se empareja con un hombre más joven, lo que debería ser una elección personal se convierte, de pronto, en tema de juicio público. Se activan prejuicios, se disparan los comentarios. Que “quiere sentirse joven”, que “él está por interés”, que “es como su madre”. Se le infantiliza a él. Se la sexualiza a ella. Y sin que nadie lo note, se vuelve a escribir un viejo guion: el que dice qué pueden y no pueden hacer las mujeres con su deseo.
Porque si es un hombre el mayor —incluso veinte o treinta años más—, la reacción cambia. Ahí se tolera, se celebra, o simplemente se ignora. Nadie habla de “interés”, nadie dice que él busca reafirmarse o llenar un vacío. Porque eso sí entra en el molde. Eso sí está permitido.
Y ahí es donde se revela el verdadero problema: el doble estándar. El cuerpo, el deseo y las decisiones afectivas de las mujeres han sido históricamente reguladas por un sistema que todavía moldea lo que se considera “correcto” o “digno”. Que un hombre mayor elija a una mujer más joven reafirma su potencia. Pero que una mujer elija libremente a alguien menor, la saca del papel asignado: el de ser elegida, no elegir. El de complacer, no desear. El de envejecer sin voz, no reafirmarse en su libertad.
Además, la mirada machista sigue considerando que la mujer “pierde valor” con los años. Como si el deseo se agotara en la juventud. Como si una mujer madura que goza, elige y se deja ver en su deseo, fuera una amenaza. Y quizás lo sea. Pero no porque esté haciendo algo malo, sino porque está haciendo algo distinto.
Amar a alguien más joven no debería ser motivo de vergüenza ni de burla, sino una posibilidad tan legítima como cualquier otra. El verdadero escándalo no está en la edad, sino en lo que revela: que todavía incomoda una mujer que se permite vivir su deseo sin pedir permiso.
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